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martes, 29 de noviembre de 2016
Las palabras del Derecho

Las palabras del Derecho


LOS NOMBRES DE LA VIOLENCIA MACHISTA




Juan Pablo Aguilar Andrade

Pedro Mir escribió, en su Amén de Mariposas, que al conocer el asesinato de las hermanas Mirabal pensó que la sociedad establecida había muerto. No fue tan así, aunque el dictador Trujillo sobrevivió pocos meses a sus víctimas, la sociedad siguió siendo la sociedad establecida.

No se puede decir que las cosas no hayan cambiado desde entonces, pero poco más de medio siglo después de su muerte, Patria, Minerva y María Teresa Mirabal no son el recuerdo de una lucha victoriosa, sino un símbolo actual para una realidad en la que las mujeres conviven todavía con el peligro, o simplemente mueren, solo por el hecho de ser mujeres.

El 25 de noviembre, aniversario del asesinato de las tres hermanas, es desde 1981 el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer; un logro, sí, pero también la confesión de que esa violencia sigue estando ahí, como lo atestigua la presencia de términos que el Derecho recoge, precisamente porque la realidad niega los valores que con ellos se pretende defender.

Las palabras no solo expresan; también ocultan o atemperan. No es raro, por eso, que el espacio de lo que ha venido a llamarse el género sea propicio para largos debates sobre precisiones terminológicas y lenguajes políticamente correctos.

Y esto empieza por la misma palabra género. Que originalmente se trata de un término gramatical (las palabras tienen género y las personas sexo), es algo que no puede negarse; pero tampoco hay duda sobre el hecho de que, digan lo que digan académicos y puristas, el anglicismo se introdujo definitivamente en nuestro idioma, para referirse a algo que va más allá del sexo biológico y del género gramatical. Así que el debate sobre la pureza idiomática resulta, en este espacio, inútil y contraproducente, pues distrae de lo que verdaderamente interesa.

Aunque no del todo, porque hay al menos un uso de la palabra género cuyo resultado es un eufemismo que suaviza lo que merece ser dicho con toda fuerza.

Me refiero a violencia de género, un término que, para empezar, queda trunco, con la promesa de hacernos conocer el género de violencia al que se refiere y que al final no aparece por ninguna parte, porque queda oscurecida ahí donde se la debe mostrar como lo que verdaderamente es, cruda y descarnada.

Más preciso es, me parece, hablar de violencia machista. Al hacerlo, el vago e incoloro género adquiere un contenido concreto, una ideología, si se quiere, que no tiene que ver con el sexo o el género de los protagonistas, sino con una forma de ver el mundo basada en el dominio sobre otras personas, a las que se controla, maltrata y humilla; personas que son vistas no como tales, sino como simples instrumentos para la satisfacción de otras. La palabra machismo nos dice mucho más sobre el verdadero contenido de la violencia que, usaré la expresión de Álex  Grijelmo, la meliflua y blandurria género.

En este campo, otro motivo de debates es el término adecuado para designar al asesinato de mujeres por razones de género: ¿debemos decir femicidio o lo correcto es hablar de feminicidio?

Ambas palabras son usadas indistintamente en el lenguaje ordinario y los países que han tipificado el delito, lo han hecho escogiendo uno u otro término. Nada es seguro en este campo, como lo atestigua el informe sobre el tema que cierto organismo internacional tituló con las dos palabras, o el extenso debate en internet del que solo queda un conjunto de dudas irresueltas.

Ambas palabras se construyen, como otras similares referidas a los atentados contra la vida, a partir del latín occidere (matar), de donde proviene el sufijo cidio; y si tomamos en cuenta que la palabra latina es femina, y no femin, parecería más adecuado hablar de feminicidio y no de femicidio.

Esto es lo que hizo la Academia Española, que al recoger el neologismo por primera vez en 2014, optó por la primera palabra y dejó de lado la segunda.

La legislación ecuatoriana, sin embargo, siguiendo el ejemplo de otras, llama femicidio al delito que tipifica en el artículo 141 del Código Orgánico Integral Penal.

Muchos se sentirán colocados entre dos lealtades: la Ley y el Diccionario, y probablemente optarán por descalificar a los legisladores por no ceñirse a los mandatos académicos.

En este caso, sin embargo, no estamos ante palabras con significado castellano plenamente establecido y cuyo uso en los textos normativos no es el adecuado. Lo que tenemos ante nosotros es un neologismo, esto es, una palabra que recién nace y cuyo construcción está a cargo, en gran parte, de los abogados.

Y será la opción legal la que prime, entre otras cosas porque la palabra nace en el mundo del Derecho, para atender necesidades de orden legal y producir efectos jurídicos. Las palabras técnicas sirven, no por lo mejor o peor construidas que puedan estar, sino en la medida en que dan solución a los problemas técnicos que buscan solucionar.


Siendo así, aunque uno pueda tener preferencias o considerar que hay términos mejor o peor construidos, la palabra que se use puede ser cualquiera, siempre que exista un sentido compartido; y tratándose de términos legales, ese sentido es el que da la norma, sin importar cuan feliz haya sido a la hora de inventar la palabra.

En otras palabras, en el Ecuador los abogados debemos seguir hablando de femicidio, aunque la palabra no aparezca en el diccionario y aunque la Academia prefiera el término feminicidio.

Pero nadie se extrañe si, precisamente como consecuencia de las opciones legislativas y su uso en la práctica del Derecho, más temprano que tarde las palabras que hoy generan debate sean “oficialmente” reconocidas como iguales y válidas.


Todo esto, sin embargo, tiene poca importancia. Lo verdaderamente importante, volvamos al Amén de Mariposas, es que el asesinato no ocupe el lugar del pensamiento.
lunes, 21 de noviembre de 2016
Las palabras del Derecho

Las palabras del Derecho

SUBASTA … ¿INVERSA?


Juan Pablo Aguilar Andrade

Desconocer el idioma obliga a recoger sin beneficio de inventario términos extranjeros, sin tomar en cuenta si son en realidad necesarios, o si en castellano dicen cosas diferentes a las que se pretende expresar.

Es lo que ha pasado en el Ecuador con un concepto, el de subasta inversa, que se ha puesto de moda en la Administración Pública, a partir de la vigencia de la Ley del Sistema Nacional de Contratación Pública.

La subasta inversa, dice el artículo 47 de esa Ley, es un procedimiento de selección de contratistas en el que “los proveedores de bienes y servicios equivalentes, pujan hacia la baja el precio ofertado”, para que se adjudique a quien propone el menor costo para el bien o el servicio. Sin duda, si se piensa que una subasta implica vender bienes al mejor postor y, en consecuencia, favorece a quien ofrece el precio más alto, y de lo que se trata es de comprar al menor precio, el sistema estaría funcionando a la inversa.

Pero, ¿es así?

En su origen, la palabra subasta estaba ligada a la venta de bienes al mejor postor. sub hasta, decían los romanos cuando se clavaba un hasta o lanza entre los bienes que, para cubrir deudas impagas o por ser parte de un botín de guerra, se vendían a quien ofreciera el precio más alto.

Ese fue el significado con el que la palabra entró en el idioma castellano y así lo recogió el Diccionario de la Academia de 1803, que con la ortografía de la época definía subasta como “la venta pública de bienes, ó alhajas que se hace al mejor postor por mandado y con intervencion de la justicia”.

Ese es el sentido que la palabra tiene en el idioma inglés; auction, dice el Diccionario Webster, es la venta pública de propiedades al mejor postor (“a public sale of property to the highest bidder”).

Cuando a partir de la última década del siglo pasado se desarrollaron sistemas informáticos para la adquisición de bienes, la Administración Pública los adoptó por las evidentes ventajas que traían para sus adquisiciones. Entre los anglosajones, el hecho de que el procedimiento no fuera de venta al mejor postor, sino de compra al precio más bajo, implicaba un cambio en los papeles de comprador y vendedor y, no siendo éstos los propios de la clásica auction, empezó a hablarse de reverse auction.

Y fue esa la expresión que se tradujo sin más al castellano, como subasta inversa, y entró la legislación ecuatoriana en 2008.

Pero en nuestro idioma, ya desde el Diccionario de 1884, la palabra subasta adquirió un nuevo significado que se agregó al original de 1803: el contrato que se hace al mejor postor para la ejecución de obras, provisiones, etc. Es claro que en este segundo caso ya no se habla de venta, sino de compra, y que el mejor precio no es el más alto, sino el más bajo.

Así se ha mantenido hasta la actualidad, y el Diccionario explica que la expresión “sacar a pública subasta”, implica ofrecer algo “a quien haga proposiciones más ventajosas en las condiciones prefijadas”.

El castellano, entonces, no requiere que se aclare si una subasta es normal o inversa; una subasta es simplemente subasta, compra o venta al mejor postor; si se compra, al más barato, si se vende, a quien pague más.


Y decir subasta inversa debería entenderse, más bien, como todo lo contrario de lo que se pretende: subasta al peor postor.
martes, 1 de noviembre de 2016
Las palabras del Derecho

Las palabras del Derecho

PLAZO Y TÉRMINO

Juan Pablo Aguilar Andrade

Si atendemos al diccionario, término y plazo son expresiones sinónimas; en la práctica jurídica, sin embargo, se ha hecho un lugar común distinguir el plazo del término, considerando que el primero incluye todos los días y el segundo únicamente los laborables.

Larrea Holguín, por ejemplo, hace esa distinción, aunque no se apoya en norma alguna del ordenamiento jurídico: el plazo, dice, es un tiempo continuo, mientras que el término es discontinuo y comprende únicamente el tiempo útil (Juan Larrea Holguín, Derecho Civil del Ecuador, Quito, Corporación de Estudios y Publicaciones, 1978, tomo I, p. 322).

En realidad, no hay en la legislación ecuatoriana disposición alguna que distinga el plazo del término y, más bien, hay textos legales que hablan de plazos en los que corren únicamente los días hábiles (véase, por ejemplo, los artículos 210 y 223 de la Ley de Propiedad Intelectual) y de términos en los que se cuentan todos los días (el artículo 21 de la Ley Orgánica de Regulación y Control del Poder de Mercado).

Existen, sin embargo, dos normas en las que se apoya la idea de que al hablar de plazo se habla de días corridos, mientras que el término incluye solo días hábiles. Se trata del artículo 35 del Código Civil, que dispone que en los plazos “se comprenderán aún los días feriados”, y del artículo 78 del Código Orgánico General de Procesos, que siguiendo al derogado artículo 312 del Código de Procedimiento Civil, dispone que los términos no corren en días sábados, domingos y feriados.

Se trata, como puede verse, de dos normas distintas, que se refieren a temas diferentes; mientras el Código Civil habla de períodos de tiempo en general, el Código Orgánico General de Procesos ha establecido el término como un período para la práctica de diligencias o actos judiciales (art. 73), y dispuesto que estas últimas solo podrán hacerse en días hábiles, porque solo en esos días trabajan las dependencias de la Administración de Justicia.

No aparece, entonces, la expresa intención de dar, de manera general, una denominación a los períodos en los que cuentan todos los días y otra a los que comprenden solo los hábiles.

De hecho, hay varios ejemplos de normas que utilizan indistintamente las dos palabras. El mismo artículo 35 del Código Civil dispone que la regla general de que los plazos comprenden todos los días puede modificarse si se indica que el plazo es de días útiles; el artículo 12 del Código Tributario habla de plazos o términos como sinónimos y dispone que comprenderán únicamente días hábiles; en el artículo 481 del Código de Comercio se habla de término cuyo último día sea feriado, se utiliza indistintamente las palabras término y plazo y se indica que el cómputo del término incluirá los días feriados intermedios; el artículo 118 del Estatuto del Régimen Jurídico y Administrativo de la Función Ejecutiva, finalmente, habla también de plazos y términos y dispone que en unos y otros se contarán únicamente los días hábiles.

Para Pérez Guerrero, la distinción entre plazo y término no viene dada por la inclusión o no de determinados días; plazo, dice, es una sucesión de tiempo, mientras que término es la conclusión del plazo. Para el mismo autor, si bien plazo y término son conceptos que se confunden frecuentemente, hay un sentido técnico del vocablo término, sentido que proviene del Derecho Procesal y que se refiere al período de tiempo que se concede para la práctica de diligencias judiciales (Alfredo Pérez Guerero, Fundamentos del Derecho Civil ecuatoriano, Quito, Universidad Central, 1973, p. 401); que el concepto de plazo se aplica a las materias sustantivas y el de término a las adjetivas lo dice también Larrea Holguín (op. cit., p. 322) y lo ha determinado con claridad nuestra jurisprudencia, que considera además que la utilización del vocablo término fuera del ámbito procesal, atenta contra su significación legal (Gaceta Judicial, serie I, número 48, p. 383).

Se puede concluir, entonces, que en estricto sentido el plazo es un concepto del derecho general, que salvo indicación en contrario comprende todos los días, mientras que el vocablo término pertenece al Derecho Procesal, tiene un sentido preciso y se refiere a períodos de tiempo para la realización de diligencias judiciales, períodos en los que la ley determinará si se cuenta todos los días o únicamente los hábiles.

La utilización común de la palabra término fuera del ámbito del Derecho Procesal, sin embargo, la ha convertido en sinónimo de lapso que incluye únicamente días hábiles y así se la entiende en la práctica judicial; del mismo modo, la palabra plazo se ha reservado para el espacio de tiempo que comprende todos los días.

La falta de base técnica de este entendido común, sin embargo, no deja de ser fuente de imprecisiones. Por eso, es frecuente que las palabras plazo y término requieran siempre ser aclaradas; se habla, entonces, de un plazo de x días hábiles o n días calendario o se aclara que el término concedido se contará en días corridos o sin tomar en cuenta los días de descanso obligatorio.

Lo que sí resulta absurdo es establecer, como lo hace el antepenúltimo inciso del artículo 95 de la Ley del Sistema Nacional de Contratación Pública, un “plazo término de diez días”, que probablemente es solo un reflejo de la confusión mental del autor de la norma, y deberíamos entender como un plazo en el que deberán contarse únicamente los días hábiles.

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