miércoles, 1 de marzo de 2017

EL DERECHO ADMINISTRATIVO ECUATORIANO: UNA DISCIPLINA CARGADA DE FICCIONES y PRIVILEGIOS



Por Edgar Neira Orellana


Los abogados que nos dedicamos al estudio y a la práctica del Derecho Administrativo tendemos a pensar que nuestras construcciones teóricas y los edificios conceptuales que fabricamos tienen cimientos inconmovibles. Pero la realidad nos muestra que, frente a un pequeño vendaval de corrupción y autoritarismo, las estructuras teóricas de ese derecho se derrumban, dejando en la indigencia a los ciudadanos honrados que no son acreedores del favor político. 

Para responder a estas preocupaciones, he escrito un libro que se refiere a la jurisdicción contencioso administrativa cuyo primer borrador nació como un ensayo orientado a explicar a los alumnos de Derecho Procesal Administrativo, la presunción de legitimidad de los actos administrativos y el principio de su ejecutividad, dos privilegios que el sistema jurídico ha reservado al Estado, con el fin de apuntalar el poder administrativo antes que servir al derecho de los particulares. 

La presunción de legitimidad, aquella prerrogativa que asume como válida toda decisión administrativa, sin que interese si es o no conforme a Derecho; y el principio de ejecutividad, que impone el cumplimiento inmediato de las decisiones administrativas, aun cuando esté discutiéndose su legalidad ante los jueces contenciosos, consagran ambos, una desigualdad sustancial en la sede administrativa, en la relación que traban los ciudadanos con cualquier ente de la Administración Pública, colocando a los sujetos de derecho privado en una posición de subordinación frente al Estado.

Esta desigualdad en la relación público privada, que es la base sobre la que se ha levantado el Derecho Público en diversos países, en el Ecuador sin embargo, tiene matices particularmente llamativos, cuando no preocupantes, por no decir degenerativos del sistema, porque en las leyes adjetivas hay una tendencia viciosa a trasladar esos privilegios que fueron pensados para la relación administrativa exclusivamente y colocarlas en el ámbito de la relación procesal. 

Para el segundo borrador de este libro se volvía necesario incorporar este elemento de análisis: la indebida traslación de privilegios a la sede jurisdiccional, cuando los particulares plantean ya una demanda al Estado. Esa traslación de privilegios, pone en entredicho aquel principio fundante del sistema republicano como es la división de poderes, porque mientras enseñorea al poder administrativo, adornándolo de una infalibidad pontificia, subordina el control que corresponde a los jueces y reduce a su mínima expresión este contrapeso del sistema constitucional. En un número no determinado de casos este es el punto de partida de la indefensión, de la violación del derecho fundamental a recibir una tutela judicial efectiva.

Cuando se indaga el origen de estos privilegios, los cultores del Derecho Administrativo que dedican muchas páginas para abordar este tema, se remontan a decisiones jurisprudenciales del Consejo de Estado francés pronunciadas a inicios del siglo pasado; y respecto del principio de ejecutividad, mencionan las reflexiones del tratadista Maurice Hauriou, que aparte de jurista era sociólogo en algo que no debería pasar como episodio meramente anecdótico. Pero dudemos de la suficiencia de tales indagaciones que, absorbidas como están por la teoría pura del Derecho kelseniana, son proclives a las interpretaciones limitadamente exegéticas. Ninguna de ellas repara en el contexto en que se desenvolvía Francia entre 1915 y 1925, una sociedad destruida por los efectos de la gran guerra, con sus ciudadanos en la indigencia y un aparato público empeñado en distribuir alimentos reconstruir ciudades y enfrentar al pillaje, con urgencias ejecutivas y a cualquier precio. Estos análisis doctrinarios tampoco reparan en el sustrato filosófico que inspiró las respuestas que autores como Hauriou y los consejeros del Estado necesitaban dar a esta apremiante situación. Paradójicamente, los franceses echarían mano de las tesis de un filósofo alemán, Frederic Hegel, admirador de la disciplina del Estado prusiano que había impuesto Federico Guillermo III. Hegel difundió su convicción de que el Estado es la encarnación del espíritu ético y así es como pudo tener cabida el absurdo de que sus decisiones en todos los casos deban presumirse legítimas y estén llamadas a cumplirse de manera inmediata, sin la intervención de los jueces. 

En el Ecuador, la enseñanza del Derecho Público parte de esta premisa hegeliana. Las leyes de nuestro país y el sistema jurídico mismo abrevan de estos privilegios que no son sino ficciones, reglas artificiales que, a diferencia de otros principios del derecho, no surgieron espontáneamente del tráfico humano como se puede advertir, sino que florecieron en el laboratorio de algún filósofo o en el gabinete de un sociólogo, divorciados de la realidad en la que se desenvuelve la relación administrativa, apartados de una elementalísima consideración psicológica de cómo interactúan los servidores públicos cuando ejercen poder, y que por ello no alcanzan a prevén lo que es moneda corriente en dicha relación administrativa: funcionarios que cumplen consignas ideológicas, otros que toman decisiones para cumplir encargos persecutorios o proteger negocios particulares del jerárquico superior, algunos responden a ciertos afectos o desafectos o, algo más terrenal aún, servidores públicos que cometan errores de “buena fe”. 

Estos privilegios, no obstante que estrechan espacios de libertad de personas y empresas, gozan de gran prestigio y se las acepta en nuestro medio como dogmas de fe de una ortodoxia religiosa sin ateos, y son merecedoras de rotunda aceptación porque como toda fórmula totalitaria siempre vienen adornadas con etiquetas atractivas, en este caso, con la teoría de un etéreo bienestar general que nunca se define, o de un vaporoso interés público, que ni la ley ni los textos de jurisprudencia explican en qué consiste, simplemente se los repite y se acepta de manera ácritica. Su definición queda deferida entonces, a la voluntad del funcionario público, un mortal como cualquier otro que sin encarnar ningún espíritu ético decide sobre el derecho de las personas y de las empresas, condiciona, todos los días, su capacidad de innovar o de emprender, de crear y de competir, golpeando de modo inconmensurable el potencial productivo del país. 

El tercer borrador de la obra se ocupó de añadir esta reflexión sobre el contencioso administrativo y el contencioso tributario: la facultad que debería corresponder a los jueces para adoptar medidas cautelares que atenúen los efectos más perversos de la ejecutividad de los actos administrativos. Por esto, algunos acápites de esta investigación explican cómo tan arraigadas presunciones del Derecho Administrativo hoy devienen incompatibles con la doctrina de los derechos humanos, el derecho de defensa y la tutela judicial efectiva: un sistema procesal en donde el juez distrital carece de atribuciones para adoptar medidas de justicia provisional no brinda tutela efectiva alguna; un contencioso en donde la facultad de ejecutar es concedida como privilegio a favor de una de las partes procesales- las Administraciones Públicas-, diluye el principio de división de poderes y priva de toda razón de ser al proceso contencioso administrativo.

Debemos reconocer que no solamente la falta de preparación de los abogados, o el dañado ayuntamiento que ellos hacen con el poder sino la cultura favorable a los privilegios artificiosos, desfavorable a los derechos individuales, a la libertad y de la propiedad de las personas, han creado en Ecuador un clima propicio para que el atropello prospere con impunidad. Muy poco lograremos en el Ecuador cambiando el nombre de quien ejerza en los próximos cuatro años en el poder, si esta cultura que hizo propicia la arbitrariedad se mantiene intocada. 

Desde hace mucho tiempo que el Derecho Administrativo dejó de ser ese instrumento de defensa de los ciudadanos para convertirse en el santuario de las prerrogativas públicas y de las ficciones teóricas que con soberbia en unos casos y con inocencia en otros, con simplismo en todos los casos, se argumentan para menoscabar la libertad de los ciudadanos y de las personas jurídicas privadas. La carga de esta situación ha resultado más pesada para los ecuatorianos porque con ella vienen aparejadas dolorosas consecuencias en términos de corrupción y desinstitucionalización del Estado. Nada más apegado al interés público y al bienestar general que un contencioso administrativo independiente, con potestades jurisdiccionales plenas para juzgar pero también para ejecutar lo juzgado, para dictar cualquier género de medida cautelar sin limitarse a las meramente suspensivas de los actos, para sujetar bajo su autoridad a las dos partes procesales, sin que sea admisible que una de ellas pueda invocar en juicio, privilegios que rompan la igualdad procesal.

A favor de esos privilegios aboga aquella teoría pretendidamente regia que las encuentra indispensables para el funcionamiento del Estado. Sus cortesanos nos dirán que, sin la presunción de legitimidad y el principio de ejecutividad desaparecerían las Administraciones Públicas y estas no podrían ejecutar el cumplimiento de las leyes, y que los ciudadanos nos sumiríamos en el caos.

La realidad desmiente este miedo injustificado a la libertad. La Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa de Alemania, desde 1960 prevé la suspensión automática de los efectos del acto administrativo, con la sola presentación de la demanda contencioso administrativa y en la patria del filósofo Hegel ni las Administraciones han desaparecido, ni los ciudadanos alemanes han corrido en estampida a demandar al Estado.

Y si se insistiera en la posición contradictoria, permítanme otro ejemplo: el sistema tributario ecuatoriano desde la expedición del Código Tributario de 1975. El Código ecuatoriano, sobre una facultad tan trascendental para la vida de nuestro país como es la recaudación de los tributos, estableció que la ejecutividad de las decisiones administrativas quedaba suspendida mientras los Tribunales Distritales Fiscales conocían de una demanda para garantizar la tutela judicial efectiva de los contribuyentes. A partir de datos estadísticos que trae el libro que hoy se presenta, se pueden extraer varias conclusiones. La más importante, la suspensión automática de la ejecutividad de los actos de la administración tributaria ni ha paralizado el funcionamiento de las administraciones tributarias, ni ha volcado a los contribuyentes a presentar reclamos y demandas para esquivar el pago de los impuestos o burlar a la Administración, ni ha impedido que el Estado recaude tributos en cifras cada vez mayores.

Por otro lado, y para terminar, esta defensa que pretendo hacer por la independencia de los jueces, me lleva a dedicar este libro a ese ilustre ecuatoriano que fue Edgar Terán, internacionalista, abogado que con esa clarividencia del hombre de Estado, libraba batallas contra todo aquello que contradijera los principios del Derecho, siempre convencido de que a los jueces hay que devolverles el prestigio que les corresponde. En esas batallas tuve ocasión de mirar que él se quedaba en soledad, muchas veces recibiendo incomprensiones y finalmente una persecución infame. Edgar: cuanto daría por entregar en sus manos este libro y comentarle que he corregido más de veinte borradores para pulir sus textos y obtener una versión que nunca he podido considerar definitiva.

La elaboración de este libro confirma aquella frase de Alfonso Reyes, eximio hombre de letras mexicano, dicha con la sutileza que siempre fue característica en este notable diplomático, poeta y ensayista. Alfonso Reyes señaló que se publican libros para no seguir corrigiendo borradores y así es como el día de hoy se presenta un libro que fue publicado gracias al apoyo decidido y generoso de la Escuela de Jurisprudencia de la Universidad San Francisco de Quito. –Muchas gracias por su atención.



Quito, 16 de febrero de 2017.

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